Por Gabriel Bertino

Es verdad que todos los delitos merecen, de manera simultánea, el mismo repudio de una sociedad que los condena y un serio trabajo (principalmente por parte del estado) que aborde las distintas aristas que componen este complejo universo, tratando de encontrar alguna respuesta que termine en una erradicación del delito o al menos que logre aminorar los efectos nocivos de su impacto en el conjunto de la sociedad.
Pero existen algunos supuestos, en los cuales nos enfrentamos a ciertos delitos, donde se requiere de todo nuestro esfuerzo puesto al servicio de su erradicación. Se trata de aquellos delitos con un alto contenido o grado de indignidad, que por sus características (y a pesar de ser graves) resultan humanamente más evitables que otros. Ejemplo de estos casos son: la violencia familiar y la violencia de género.
Aclaramos esto porque existen crímenes terribles como el genocidio y los delitos de lesa humanidad (obviamente repugnantes), cuya gravedad quizás, puedan exceder ampliamente a estos temas (digo quizás porque para muchos, todo el delito sufre de la misma indignidad moral sin posibilidad hacer diferencias entre uno y otro). Pero es cierto, que en estos temas, donde se juegan poderes políticos, religiosos y grandes estructuras de poder, con aparatos gubernamentales como soporte, es mucho más difícil su combate y erradicación para los ciudadanos. Todo esto claro está, no quiere significar propagar la idea de claudicar en nuestro compromiso político y social, por una vida democrática libre de persecución e injusticia, todo lo contrario; lo que se quiere decir, es que en algunos supuestos, cuando nos encontramos frente a ciertos delitos que corroen nuestra forma de vida democrática y cuyo combate resulta humanamente más accesible que otros, es momento de actuar de manera inmediata, certera y firme.
Es inconcebible que en pleno siglo XXI, tengamos que presenciar hechos tremendamente degradantes y anunciados como los de la violencia de género, sin que hagamos nada al respecto, cuando está en nuestras manos la posibilidad de colaborar eficazmente en su lucha.
¿Y porque digo todo esto? Porque más allá de la responsabilidad evidente de aquellas personas que en evidencio y/o presencia de un acto salvaje de violencia, no intervienen; en cierta manera todos somos cómplices de estos delitos.
Imagino que alguien puede reaccionar al leer estas líneas, pero me pregunto, ¿No somos cómplices cuando no actuamos ante un hecho, porque pensamos que no va a ocurrir nada que solo son cosas de la pareja y queremos evitarnos la vergüenza de quedar mal ante alguien?, ¿No somos cómplices cuando realizamos, permitimos o toleramos pequeños actos simples, pero que esconden fuertes dosis de machismo y de violencia?, ¿No somos culpables cuando consumimos, fomentamos, permitimos o festejamos la utilización del sexo (sobre todo de la mujer) como objeto o mercancía de cambio?, ¿No somos cómplices cuando ante un hecho criminal, luego de un cierto período de tiempo donde nos lamentamos y cuestionamos verbalmente estos hechos, seguimos con nuestra vida individual como si nada hubiera ocurrido, porque total ese hecho, no nos afectó directamente?, ¿No somos cómplices cuando en nuestra propia vida elegimos el conflicto, antes que la mesura y la racionalidad del diálogo? Yo creo que sí, porque lo estamos aceptando.
Una vez en el cursado de una materia, un profesor, lanzó un planteo que escandalizó a toda la clase y fomentó el mejor debate que recuerdo de mis jornadas de la vida universitaria. Este profesor, cuyo nombre me reservo, planteó en plena clase una postura: No se puede tomar a la tolerancia como norma de principio en una sociedad democrática, porque eso, ineludiblemente nos llevaría al germen de nuestra propia destrucción. Preguntándonos ¿Donde estaba, para nosotros, el límite entre el permiso y la prohibición?, ¿Cómo se conjugaba dentro de la democracia y en ciertos casos especiales, la libertad de pensamiento y la propaganda de una idea violenta? Por ejemplo, la existencia de un grupo de personas (o de una sola persona) que propugna la superioridad de una raza, al mismo tiempo que responsabiliza a otra, por la totalidad de los males sociales.
Frente a esto, todos sabios y superados, respondimos: “Mientras esa idea no pase a los hechos, y no afecte a terceros, no puede ser perseguida”
Y nunca olvidare su respuesta: ¿No les parece que permitiendo esta idea, estamos mucho más cerca que esa situación se lleve a la práctica? Es decir, porque permitir una idea que consideramos terrible y no el acto, cuando precisamente, la idea es la génesis del acto. Acto seguido, también nos preguntó, que si lo anterior fuera cierto: ¿Quién tendría el derecho o la capacidad de decidir o distinguir entre las ideas buenas e las ideas nocivas?
Más allá de las diferentes posturas, recuerdo que yo me quedé pensando que en realidad era una cuestión de poder,…lo que diga la mayoría…. Sería; pero que en definitiva moralmente cualquier elección era válida, desde el momento que nadie podía esgrimir su idea como “la verdad”. Y ahí comprendí que la democracia no era solo una forma de elección política, sino que era una manera de sacar cuentas, sobre quien era la mayoría y que quería en ese momento. Esta democracia, nos daría el indicio cierto sobre lo que pensaba la mayoría…y al mismo tiempo, nos debería decir también dónde estaba esa bendita línea de división mencionada, aunque sea sólo para ese único momento…
Claro después recordé la demagogia, la propaganda política, la prensa interesada, la corrupción y entonces me quedé sin respuestas.
Después de más viejo aprendí, que mas allá del discurso y de aquello que creemos que pensamos, las ideas realmente importantes para nosotros, nuestros valores vitales, son aquellos que nos movilizan, aquellos que nos cuestan caro, aquellos que no toleramos que se irrespeten y por las que somos capaces de jugarnos hasta la vida.
Y muchas veces, ante una situación de este talante, que pone en jaque toda nuestra persona, porque se prenden todas estas alertas,…nos quedamos atónitos, mirando el descubrimiento sorprendente de nuestras vitales creencias.
Por eso somos cómplices, porque si un hecho tan degradante no nos moviliza de esta manera, no nos hace reaccionar con contundencia, es porque en el fondo, realmente no nos interesa demasiado el tema y hasta es posible, abusando del análisis, que quizás podamos imaginarnos representados en algún rinconcito del rol del agresor y no en el de víctima.
Por lo tanto, todo lo dicho, revela el hecho de que somos cómplices de estos delitos y en el caso contrario, sentimos que no es así, que no somos cómplices de esta atrocidad, entonces será hora de salir, para demostrar y luchar por nuestros valores...porque como dijo Gabriel Marcel: "Aquel que no vive como piensa, termina pensando cómo vive".

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