La edición del día sábado 30 de agosto del Diario Critica de la Argentina dirigido por Jorge Lanata, trae una nota firmada por el periodista Silvio Santamarina, donde hace un interesante análisis sobre la manera que utilizó Nestor kirchner de ejercer el poder y como esa jugada, no sólo le está cobrando sus facturas, sino que además ha desgastado legítimos reclamos sociales y políticos. Para su mejor comprensión la transcribimos de manera textual...:
" Esta semana, Estela de Carlotto le dijo a Crítica de la Argentina que quienes apuntalan con gestos y métodos violentos a Guillermo Moreno “no dañaron a nadie”. La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo relativizó la gravedad de la evidencia fotográfica que muestra a algunos morenistas dispersando cacerolistas palo en mano. También justificó con sentido común callejero –ideario políticamente incorrecto habitualmente refractario a la prédica de los derechos humanos– la lógica del secretario de Moreno de rodearse de kickboxers y punteros pendencieros: “Habrá ido con una patota para protegerse”, explicó la candidata argentina al Nobel de la Paz. ¿Qué pasó? El episodio Carlotto permite calcular algunos costos que la sociedad civil está pagando a causa del modo de acumulación de legitimidad elegido por los Kirchner desde que llegaron al poder, en 2003. Esos costos se empiezan a blanquear ahora, cuando el oficialismo necesita más que nunca sumar imagen positiva y ante la necesidad diaria de confirmar su autoridad, el Gobierno –como haría cualquier otro– quema recursos no renovables de consenso institucional. Una de las estrategias claras de la gestión K fue, desde el comienzo, encarnar ante la opinión pública la “nueva política”, esa idea biempensante inventada por los políticos de siempre para aprovecharse del facilismo colectivo que acuñó el “que se vayan todos”. Para reforzar la novedad de su política, el kirchnerismo echó mano de casi todos los “tips” de la ciencia política progre: mostró caras jóvenes, puso varias mujeres en cargos de máxima responsabilidad, se rodeó de organizaciones de derechos humanos, incorporó citas de pensadores posmodernos en el discurso presidencial y se sacó fotos con intelectuales posmarxistas locales, sumó a un radical al Ejecutivo para hacer creíble su esquema “transversal” y le dio la bienvenida al movimiento piquetero, al punto de convertir en funcionarios a los líderes que se mostraron dóciles. A simple vista, estas medidas invitan a una valoración positiva, donde todos ganan: el Gobierno suma rating, los protagonistas de la renovación institucional obtienen poder y reconocimiento público y la sociedad disfruta de una clase política más fresca y plural. Todo muy lindo. Pero... siempre hay un pero. Si observamos rápidamente los casos concretos de incorporación al esquema de poder de integrantes de las minorías postergadas de la política tradicional, descubrimos una lista de inclusiones fallidas, y hasta fracasadas, desde el punto de vista del multiculturalismo institucional: • Martín Lousteau y Felisa Miceli nunca lograron la autonomía mínima para imponer su propia agenda más allá de la opinión de Kirchner. • La propia Cristina está entrampada en la dinámica del “doble comando”. • Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto se ven empujadas, les guste o no, a justificar cada vez más los modos de ejercer el poder que antes, cuando no eran del establishment, no hubieran aprobado.• El mismo aggiornamiento ideológico encorsetó a periodistas e intelectuales de la mesa K que en los 80 y 90 sedujeron a un público lector que los convirtió en íconos de un país alternativo y rebelde. Muchos de ellos llegaron a abjurar de manera vergonzante de sus militancias de otros tiempos por la libertad de expresión, la lucha contra la corrupción administrativa y la democratización de los espacios políticos. • El vicepresidente de la Nación se ve obligado a explicar día tras día que sus gestos de independencia no lo convierten en “traidor” ni “Judas”. • Los piqueteros como Luis D’Elía quedaron caricaturizados como patoteros de emergencia para llenar la Plaza de Mayo a pedido de Néstor o dispersarla a manotazos cuando se llena de opositores furiosos. Todo este activo social –los liderazgos alternativos– corre peligro de irse al tacho del desprestigio y el hartazgo colectivo. Tal vez, al Gobierno le sirvió hasta ahora para legitimarse y hasta quizá le alcance para sostenerse hasta el final del mandato de Cristina, gracias a un efecto muy K de victimización (Néstor se autodenomina un pobre pingüino, la Presidenta empezó discursos aclarando que a ella le costaba más gobernar por ser mujer, a D’Elía le encanta ganar discusiones etiquetándose como “negrito”, muchos funcionarios se armaron un currículum vitae de “luchador perseguido por la dictadura” y ya es un clásico kirchnerista la manía de sentirse boicoteados por los medios de comunicación). Pero lo que puede resultar eficaz para un gobierno puede no serlo para el resto del país. Si esos sectores postergados o minoritarios o discriminados no logran despegarse de la sospecha de que Kirchner los llamó no para darles poder sino, precisamente, para aprovechar su carencia histórica de poder con la intención de manipularlos mejor y, de paso, capitalizar su conveniente imagen pública, entonces cuando termine la era K habrá terminado también una etapa del progresismo argentino, tanto de sus ideas como de sus rostros emblemáticos. Algo así como una versión izquierdista de lo que la década menemista hizo con el vocabulario liberal y con sus íconos criollos, amontonados en torno a la Ucedé. Lo pasado, pisado. Como los líderes no suelen preocuparse por los cadáveres amigos que dejan atrás en su larga marcha hacia la gloria, la pelota queda picando del lado de la sociedad civil, que se ve obligada a probarse si está –o no– dispuesta a defender su patrimonio político y cultural en riesgo de extinción". (Fuente: Diario Critica de la Argentina).
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