Por Josefina Licitra

En agosto de 1993, la revista Vanity Fair mostró una tapa que hizo historia. En ella se veía a K. D. Lang (canta-autora lesbiana y de apariencia andrógina), vestida de varón y acomodada en una silla de barbero, mientras la supermodelo Cindy Crawford (en infartante malla de cuero negro) la “afeitaba” a punta de escalpelo y daba origen a una de las mayores metáforas que parió la escena sexual (y social) de fin de siglo pasado: la “nueva lesbiana” (se rumoreaba en ese entonces que Crawford era, como mínimo, bisexual) le estaba por cortar el cuello a la “lesbiana de siempre” y con ese gesto divino y lacerante imponía la imagen que habría de tener la homosexualidad femenina desde entonces y en adelante.
Las lesbianas, para ser adoradas por el mundo, tendrían que empezar a ser chic. Y las mujeres que quisieran ser chic tendrían que animarse, al menos, a ser “un poquito” lesbianas.
Así nació, en pocas palabras, el lesbianismo snob o esa costumbre glamorosa que hace que hoy, a quince años casi exactos de esa tapa, el universo del marketing se mueva en clave de lesbian chic.
Sólo por enumerar algunos casos:
· La siempre ascendente actriz Naomi Watts , acaba de decir que prefiere rodar escenas de sexo lésbico (argumenta que “no hay tensión sexual” dentro del set)
· El hit “I Kissed a Girl” rompe los ranking de todo el mundo y les robó un trofeo histórico a Los Beatles.
· Las mayores revistas de tendencias (como Vogue y GQ), mueren por un par de chicas juntas en sus páginas.
· Los lectores del tabloide inglés The Sun coronaron como el “mejor beso de la historia” al de Britney Spears y Madonna;
· Hasta las adolescentes parecen haber cambiado el límite de su transgresión: si décadas atrás las “populares” se coronaban perdiendo la virginidad antes de terminar el secundario, ahora el margen a cruzar es el contacto íntimo entre compañeras.
En síntesis: cualquier mujer que quiera ser cool tiene que romperle la boca, al menos, a una amiga.
Una suerte de “rito iniciático” que para muchos marca el avance de la tolerancia y la apertura sexual, y que para otros es, simplemente, el mejor recurso que encontró el status quo para poner a las lesbianas reales en lo que parecería ser “su lugar” (es decir, en la oscuridad absoluta) y de paso vender productos a rolete.
Gracias al lesbianismo snob, los MTV Awards pasaron a la “historia de la transgresión” valiéndose de un solo beso (el de Madonna y Britney); las chicas de T.A.T.U. (una sigla que, en ruso, significa “chica que ama a otra chica”) tuvieron su momento de gloria y dólares; y Katy Perry, una veinteañera hasta hace poco ignota, tendrá que comprar ya no una carretilla sino una flota de carretillas para llevarse a casa la parva de billetes que está haciendo con su hit “I Kissed a Girl”. “Simplemente relaté un incidente en mi vida (explicó Perry, vivísima ella o vivísimo el Manager). Besé a una chica. Esa fue mi experiencia. La canción es sobre la curiosidad”.
¿El lesbianismo snob debería ser una buena noticia?
Para Sergio Balardini, a cargo del área de Juventud de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), el adjetivo en juego no es “bueno” o “malo”, sino “real”: el lesbian chic “sucede”, y es una de las tantas marcas que hoy construyen el humor social, principalmente el adolescente. “Hoy todo ocurre antes,
Así como bajó la edad de las primeras relaciones, del primer embarazo y del consumo de alcohol y de psicoactivos, también bajó la edad en la que las chicas tienen ‘autonomía moral’ respecto de sus padres y muestran abiertamente su elección sexual o sus ganas de experimentar. Por ahí se besan en un boliche, pero eso no implica que sean lesbianas. Son exploraciones que sólo en algún caso cristalizan como identidad”.
En Argentina no hay cifras, pero en Estados Unidos (como siempre) sí. Un reporte del Centro de Control y Prevención de Enfermedades realizado en el año 2005 reveló que el 14 por ciento de las chicas americanas (especialmente adolescentes) habían experimentado, al menos una vez, con otra mujer. Y que si la franja se abría de 18 a 44 años, la tasa bajaba al 11,5 por ciento. Una década atrás, sólo el 4 por ciento de las mujeres entre 18 y 59 años respondían lo mismo ante las mismas preguntas.
Para Carlos Figari (politólogo, doctorado en Sociología, investigador del Conicet y uno de los compiladores del libro Todo Sexo es Político), lo que sucede es que las chicas están jugando el personaje del langa. “La van de winners, de liberadas (opina Figari). Hay una disputa con el varón en términos de ver quién gana más. Y creo que eso marca una diferencia con generaciones anteriores. Estas chicas tienen de madres a las Norita Dalmasso: mujeres
liberadas en la oscuridad, en estado de hipocresía, que finalmente pagan por la moralidad que eligieron. Las chicas de hoy, en cambio, están haciendo lo mismo que sus madres, pero no se esconden: todo les importa un carajo”.



Para esas chicas están estos productos. Además de la ya famosa serie The L Word (un Sex and the City en clave lésbica), está el programa Sugar Rush (sobre una adolescente lesbiana que no sabe cómo levantarse a Sugar, su
amiga hétero); el reality Queer Eye for the Straight Girl (Ojo Queer para la Chica Hétero, conducido por la supermodelo lesbiana Honey Labrador); y la novela española Chica Busca Chica, el primer producto de este tipo que se transmite vía web, auspiciado por multinacionales como Terra y Motorola.
Para Gabriela De Cicco, militante de la Red Informativa de Mujeres de Argentina (RIMA), esta clase de programas no es la panacea, pero muestra una apertura que siempre es bienvenida. “Una cosa es que sean productos pensados para la platea masculina, y otra que visibilicen algo que existe (distingue). Creo que todos estos programas son un buen espejo donde poder mirarse. No porque busquemos eso, ni por que tengamos una pretensión de West Hollywood, pero nos sentimos identificadas con algunas historias”.
Carlos Jones, politólogo y miembro del Grupo de Estudio sobre Sexualidades del Instituto de Investigación Gino Germani de la UBA, cree que estos programas cumplen una función (para quienes lo ven, la homosexualidad empieza a dejar de ser vergonzante), pero tampoco tienen poder suficiente como para impulsar un verdadero cambio social. “Estos productos a veces tienden a ser catalogados como ‘el reservorio de esperanzas’ de la sexualidad de toda una sociedad, sobre todo en los estratos adolescentes, pero estamos olvidando que los chicos que los ven no se crían en valores diferentes a los del resto de la sociedad (advierte). Estos pibes, a la vez que están expuestos a estímulos que pueden ayudar a flexibilizar los mandatos de la heterosexualidad, están expuestos también a Tinelli, a Pablo Granados en Fuera de Foco, o a la infinidad de revistas que hacen tapa con dos vedettes toqueteándose”….
La otra historia
El primer registro de algo parecido al lesbianismo snob se da en la Antigua Grecia. Los arqueólogos encontraron algunas copas que se usaban para beber en los prostíbulos, en las que podían verse grabados de mujeres manteniendo relaciones entre sí, en el contexto de un banquete donde el lesbianismo era, más que una elección sexual, una fuente de estimulación para los varones. Por afuera de estas pistas, no hay otros registros que hablen del lesbianismo chic, y menos del real. Para la activista española Beatriz Gimeno, autora del revelador libro Historia y
Análisis Político del Lesbianismo (ed. Gedisa), las lesbianas son quizás el mayor silencio de la historia universal. De sus vidas no hay rastro (a excepción de Safo de Lesbos, una de las pocas fuentes escritas en primera persona por una lesbiana), y esa falta de visibilidad llega incluso hasta los andamiajes legales. La mayoría de los códigos que, a lo largo de los siglos, castigaron con pena de muerte la homosexualidad masculina, nada dijeron de la femenina.
En el siglo XIII (una época donde el único fin legítimo del sexo era el reproductivo) la principal justificación de
la condena a las prácticas gays era la del “desperdicio” de semen que se producía. Pero como las mujeres no desprendían semen ni era conocido el óvulo, se consideraba que el pecado era menor. Sólo las mataban si cometían adulterio.
Las lesbianas recién empezaron a ser vistas por la historia a comienzos del siglo pasado, justamente cuando empezaron a ser chic. En la década de 1920 surgió un círculo en la Rive Gauche parisina, liderado por la escritora Natalie Barney, empeñado en crear una imagen positiva del ambiente lésbico. Barney criticaba cualquier indumentaria que pudiese sugerir que las mujeres querían parecerse a los varones, y fue entonces la primera en
diferenciarse de las lesbianas de su época.
En forma paralela, en Estados Unidos, se dio un fenómeno similar al parisino y su nombre, esta vez sí, fue lesbian chic. Esta corriente se daba en círculos intelectuales, artísticos y marginales, y veía en la bisexualidad femenina un signo de sofisticación y bohemia que no implicaba adoptar el lesbianismo como forma de vida. De acuerdo con el lesbian chic, estaba permitido que ciertas jóvenes experimentaran entre ellas, siempre y cuando luego se casaran y tuvieran hijos. Lo más llamativo es que esta tendencia tuvo como sede la zona del Harlem. Movidas por prejuicios raciales históricos (que atribuían a las negras mayor laxitud moral y cierto exotismo), las blancas iban a Harlem en busca de más libertad sexual y con la intención de experimentar allí lo que no se animaban a hacer en otra parte.
En Harlem y en la década del 20, entonces, la bisexualidad se convirtió en un gran atractivo no sólo para mujeres sino también para mirones.
“Algunas amas de casa blancas se podían permitir historias lésbicas en Harlem, con el permiso incluso de sus maridos que lo encontraban excitante (escribe y sorprende Gimeno). Al igual que durante siglos, ellas y ellos creían todavía que sin un pene o sin penetración no existía sexo real.
Desde Harlem se extendió a otros lugares de Nueva York cierto lesbianismo light que era más un estilo de vida bohemio e inconformista que un comportamiento exclusivamente sexual. Finalmente, algunas mujeres blancas no obreras que querían ser o parecer poetas, bohemias y radicales comenzaron a adoptar el estilo de vida del lesbian chic. Muchas bailaban juntas en los bares mientras los hombres las miraban”.
De esta forma nació una subcultura snob que tuvo un mayor anclaje en el mundo del espectáculo (con actrices declaradamente hétero como Bessie Smith y Alberta Hunter) y que cayó de un plumazo cuando la crisis del ’30 llamó a las mujeres a sus tareas del hogar.
Seis décadas después, el lesbian chic vuelve con una fuerte cuota de idiotez, pero también (y esta es la paradoja) con la capacidad de poner en circulación algunas emociones reales. “Si bien la experimentación se ve más en la adolescencia y a los veintipico de años, hay mujeres después de los treinta que empiezan a animarse a asignaturas pendientes (advierte Sandra Soria, psicóloga del área de salud de la Comunidad Homosexual Argentina). Rompen con cánones y mandatos culturales, y dan más libertad al deseo. En eso ayuda la visibilidad de los medios.
Aun cuando desde lo mediático se ofrezcan juegos que siempre incluyen al varón, lo interesante es que esa imagen, y la invitación a experimentar que se desprende de ella, puede ayudar a descubrir lo que te gusta. O lo que no”.
No hay lesbianas feas en los medios. La menos glamorosa quizás sea Liz Cruz, la anestesista de la serie Nip Tuck, y haciendo algún esfuerzo hasta podría sumarse Patty, hermana de Marge en Los Simpson. Pero por afuera de ellas (que cumplen la función de la excepción que confirma la regla) no hay demasiadas representaciones reales que se lleven bien con el glamour. Con los gays es distinto. “Si vas por la calle y le pedís a un adolescente que te enumere sus diez gays preferidos, te contesta al toque ‘Ronnie Arias, Peña, Bazán…’ Pero si le preguntás por las diez lesbianas preferidas, no. ¿A quién vas a poner? ¿A Marilina Ross? ¿A Albertina Carri, que sólo es conocida en un circuito intelectual? Creo que, en buena medida, cuando se habla de lesbian chic se entra en lo que yo llamo el Síndrome Clarín: cada dos semanas publican una encuesta sobre sexualidad y dicen que es una tendencia. O toman tres testimonios en la Bond Street y hablan de un fenómeno mundial. Pero el mundo no es la Bond Street: habría que ver si un beso entre mujeres en Lugano 1 está bien visto. En todo caso, lo único que estoy viendo como tendencia es que en la adolescencia, sobre todo en sectores medios y urbanos, la prescripción de heterosexualidad no es tan fuerte como antes”.
Lesbianismo no logo
Quien logra descifrar el “código social” de un adolescente, logra descifrar el mundo. Así lo entienden las grandes marcas y así lo subraya Naomi Klein en su manifiesto No Logo. En el libro, Klein explica que el marketing se apropió de la llamada “diversidad” y la transformó en un producto rentable. “Si lo que queríamos era diversidad, parecían decir las marcas, eso era exactamente lo que pensaban darnos —escribe Klein—.
Hacia 1993, las notas periodísticas sobre el Armagedón académico fueron reemplazadas por otras sobre la invasión sexual, como “Do-Me- Feminism” de Esquire y “Lesbian Chic” de New York Times y de Newsweek. El cambio de actitud no fue resultado de una conversión política en masa, sino de ciertos cálculos políticos claros”.
Si en los 80 Benetton explotó el sufrimiento humano, hoy toda empresa con visión de futuro se ve obligada a hacer de la “diversidad” una identidad de marca. La línea de maquillaje MAC llegó a usar a la drag queen RuPaul como modelo y portavoz, y hasta el desodorante Sure Ultra Dry de Rexona hizo su planteo sobre género: “¿Hombre? ¿Mujer? —se preguntaba en un comercial americano— ¿Qué importa?” “La coronación de la diversidad sexual y racial como nuevas superestrellas de la publicidad y de la cultura popular ha provocado una suerte de Crisis de Identidad de la Identidad —escribe Klein—. Algunos antiguos luchadores de la identidad incluso sienten nostalgia de los días pasados, cuando los símbolos de su radicalismo, aunque les oprimían, no estaban a la venta en Wal-Mart. Así, un movimiento político genuino se convierte en una gigantesca excursión de compras, donde se anima a las muchachas a tomar de las perchas la identidad que más les guste. La diversidad promete un gran mercado y la gran esperanza mundial son los jóvenes que viven en los países desarrollados y semidesarrollados”.

El mundo explota de adolescentes.
Esto sucede especialmente en los países del Hemisferio Sur, donde la ONU calcula que 507 millones de adultos morirán antes de cumplir cuarenta años. Dos tercios de la población de Asia tiene menos de treinta a causa de los años de sangrientas guerras, y alrededor del 50 por ciento de la población de Vietnam nació después de 1975. En total, se considera que el sector demográfico juvenil mundial comprende mil millones de personas, y estos adolescentes consumen una cuota desproporcionada de los ingresos de sus familias. A ellos, asegura Klein, va destinado el multimillonario negocio de la diversidad: “Los 200 mil millones de giro de la industria de la cultura (que ahora es el mayor artículo estadounidense de exportación) necesitan un suministro ininterrumpido y siempre diferente de estilos callejeros y de toda la gama de colores del arco iris”.
En una entrevista por mail, la activista Gimeno dice estar de acuerdo con Klein. “El lesbian chic es una categoría fijada desde fuera —explica—: es la lesbiana convertida en un bien de consumo capitalista, la que está en los anuncios de revistas, en la televisión, en los cartelones de la calle. Se trata de una lesbiana inofensiva, semi pornográfica y puesta para combatir aquello que verdaderamente resulta inmanejable para el patriarcado: la lesbiana feminista, la lesbiana política. El mercado dice que todas las mujeres pueden ser lesbianas, siempre y cuando sean lo bastante guapas, modernas y glamorosas y, sobre todo, siempre que al final no se sean del todo lesbianas y estén
dispuestas a tener sexo con los hombres. Esas son las buenas lesbianas. Las malas son las que se empeñan en ser lesbianas a la antigua usanza: feministas empeñadas en hablar de política y, sobre todo, en ser lesbianas de verdad”.
Un estudio del Periódico Internacional sobre Desórdenes Alimenticios compara la imagen corporal de las mujeres heterosexuales y las homosexuales. Según este trabajo (rescatado por Gimeno en su libro), las lesbianas pesan bastante más que las heterosexuales, están significativamente menos preocupadas por su apariencia física y hacen menos cosas por estar delgadas.
Otro estudio, realizado por la propia Gimeno, muestra que gastan menos dinero en cremas y tratamientos de belleza, la celulitis les importa un bledo y no temen que con la edad disminuya su atractivo sexual. Además, se depilan menos partes del cuerpo y las que se depilan lo hacen sólo en verano y en las zonas que quedan expuestas. En general, no se rasuran el pubis. La ausencia de esta práctica es vista como signo de la dependencia del cuerpo femenino a la mirada patriarcal.
Entre la imagen perfilada por Gimeno y la de Cindy Crawford afeitando a K. D. Lang, hay quince años de distancia y un abismo cultural inabarcable. ¿Cuántos medios serían capaces de publicar la imagen pesada, demoledora y real de una lesbiana fea?
¿Cuántos de ellos se animarían —todavía más— a acompañar esas fotos secas y testimoniales con palabras igualmente verdaderas?
Gimeno responde esta pregunta con una anécdota.
Algunos años atrás, la revista Elle la contactó argumentando que habían decidido “romper moldes” y publicar una nota sobre lesbianismo “libre de estereotipos”. La periodista interrogó a Gimeno sobre la situación de las lesbianas, el problema de la visibilidad y la aparente inferioridad jerárquica respecto de los gays. Pero luego de que Gimeno diera su respuesta argumentando motivos económicos, culturales y sexistas, la periodista la cortó en seco:
“Ya —dijo—, pero aparte de eso, ¿no puedes darme algún argumento más glamoroso?”
Finalmente, la explicación con glamour se la dio un gay. (Fuente: Revista C del Diario Critica -edición del 14 de setiembre de 2008)

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