Nota de Bruno Bimbi para el diario Critica de la Argentina
Hace algunas semanas, el director de este diario escribió una columna sobre los bombardeos israelíes contra la población civil de Palestina en la que se preguntaba qué clase de guerra era aquella en la que hay 13 bajas de un lado y más de mil del otro y finalizaba diciendo: “El mundo debe parar a Israel”. Reenvié la nota a varias personas y un amigo judío que vive en Tel Aviv me dijo que le respondiera a Lanata que: “Se trata de una guerra en la que de un lado hay mejores armas que del otro”, que sus argumentos eran antisemitas y que si yo pensaba igual, era antisemita también. Usó varias veces esa palabra durante el largo intercambio de mensajes que tuvimos y, desde la primera vez, le dije que su acusación me parecía cínica e imperdonable. No pienso ponerme a explicar por qué no soy antisemita: simplemente no lo soy.
Unos días después, tomando un café con María José Lubertino por otro tema, la titular del INADI me mostró una carpeta con denuncias que la DAIA y otras instituciones de la comunidad judía habían realizado ante el organismo, sosteniendo que hay un “rebrote antisemita” en el país. Me contó que estaba muy preocupada y que debía responder sólidamente los reclamos, con la mayor ecuanimidad posible, y me preguntó qué opinaba, como periodista y como militante de una organización de derechos humanos. Coincidimos en todos los casos. Apenas dos de las denuncias sobre la mesa tenían razón: una reproducía un folleto que llevaba una gran estrella de David con la cruz esvástica en su interior, la otra presentaba la foto de una pintada con aerosol en el frente de una institución judía con la palabra “asesinos”. El resto de las “pruebas del rebrote antisemita” eran simples opiniones políticas: fotos de actos contra la guerra, pintadas que decían “No a la masacre en Gaza” o carteles con consignas que cuestionaban el accionar del Estado de Israel y su ejército. No de los judíos, ni siquiera de los israelíes, sino de un Estado y sus Fuerzas Armadas. “Una cosa es cualquier acto de discriminación contra la comunidad judía y otra cosa muy diferente es la expresión de opiniones sobre un conflicto armado que involucra a un Estado extranjero”, me dijo la funcionaria. Le respondí que si un gobierno de un país africano, con una población mayoritariamente negra, cometía violaciones a los derechos humanos como las que ha cometido el Estado de Israel contra la población palestina, yo lo repudiaría y eso no me haría racista.
Ahora leo que, con la misma lógica de mi amigo de Tel Aviv, un familiar de una víctima de la AMIA le ha pedido públicamente la renuncia a Lubertino. Y la maldita palabra mágica sobrevuela otra vez la discusión.
Me parece un exabrupto lamentable. Pero, sobre todo, estoy podrido de la contaminación del debate sobre el conflicto entre israelíes y palestinos y del abuso que se está haciendo de una palabra que remite a una de las mayores tragedias de la historia de la humanidad. Yo pienso lo mismo que dijo la titular del INADI y no voy a aceptar que nadie me tilde de nazi. Los nazis me hubieran mandado a la cámara de gas por homosexual junto a los judíos.
Hace poco, otro conocido judío me dijo: “Decile al que te acusa de antisemita que yo pienso lo mismo que vos, ¿soy antisemita también?”. Paremos la mano.
Unos días después, tomando un café con María José Lubertino por otro tema, la titular del INADI me mostró una carpeta con denuncias que la DAIA y otras instituciones de la comunidad judía habían realizado ante el organismo, sosteniendo que hay un “rebrote antisemita” en el país. Me contó que estaba muy preocupada y que debía responder sólidamente los reclamos, con la mayor ecuanimidad posible, y me preguntó qué opinaba, como periodista y como militante de una organización de derechos humanos. Coincidimos en todos los casos. Apenas dos de las denuncias sobre la mesa tenían razón: una reproducía un folleto que llevaba una gran estrella de David con la cruz esvástica en su interior, la otra presentaba la foto de una pintada con aerosol en el frente de una institución judía con la palabra “asesinos”. El resto de las “pruebas del rebrote antisemita” eran simples opiniones políticas: fotos de actos contra la guerra, pintadas que decían “No a la masacre en Gaza” o carteles con consignas que cuestionaban el accionar del Estado de Israel y su ejército. No de los judíos, ni siquiera de los israelíes, sino de un Estado y sus Fuerzas Armadas. “Una cosa es cualquier acto de discriminación contra la comunidad judía y otra cosa muy diferente es la expresión de opiniones sobre un conflicto armado que involucra a un Estado extranjero”, me dijo la funcionaria. Le respondí que si un gobierno de un país africano, con una población mayoritariamente negra, cometía violaciones a los derechos humanos como las que ha cometido el Estado de Israel contra la población palestina, yo lo repudiaría y eso no me haría racista.
Ahora leo que, con la misma lógica de mi amigo de Tel Aviv, un familiar de una víctima de la AMIA le ha pedido públicamente la renuncia a Lubertino. Y la maldita palabra mágica sobrevuela otra vez la discusión.
Me parece un exabrupto lamentable. Pero, sobre todo, estoy podrido de la contaminación del debate sobre el conflicto entre israelíes y palestinos y del abuso que se está haciendo de una palabra que remite a una de las mayores tragedias de la historia de la humanidad. Yo pienso lo mismo que dijo la titular del INADI y no voy a aceptar que nadie me tilde de nazi. Los nazis me hubieran mandado a la cámara de gas por homosexual junto a los judíos.
Hace poco, otro conocido judío me dijo: “Decile al que te acusa de antisemita que yo pienso lo mismo que vos, ¿soy antisemita también?”. Paremos la mano.
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